10 enero, 2011

Fulana dixit.

Fulana no sabía hablar. Había aprendido a comunicarse a señas, miraditas y fruncidos de boca. Y es que no sabía cómo decir palabra. Le faltaban referentes. A veces intérpretes- traductores de sí misma. En su cabeza vivían una serie de monstruitos que sesionaban sobre lo apropiado de publicar o no ciertos pensamientos. El problema en las plenarias es que es difícil llegar a un consenso y comúnmente, se termina en una rebatinga sin pies ni cabeza, o más exactamente con pieces y chirimoyas tiradas por todos lados.
Fulana, a menudo no esperaba el veredicto de la censura y aturdida porque el tiempo corre, vomitaba su confuso soliloquio.
Casi siempre tenía que ponerse una careta para esquivar los golpes que le tiraban en defensa de sus palabras. Ella, alterada y miope por el golpe propinado se defendía de modo rupestre sin saber exactamente qué pasaba. Con frecuencia se levantaba adolorida y con el cerebro removido para comprobar que su contrincante se alejaba cuadras arriba, descubriendo atormentada que los golpazos se los había propinado ella misma.

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